La Matanza del Helado de Crema

El breve cuento que viene a continuación es un adelanto de lo que vendrá a ser una novela… tal vez. No está aún decidido. Disfrutarlo.

Érase una vez que se era,

un paternal padre como era yo, Franky, salido mental y amante lujurioso de su mujer, fallecida de cáncer. Cuidaba de su muy queridísima hija, Carola, de tan sólo cinco años. Ese precioso día, uno con amapolas tomando el sol primaveral de un año más cálido de lo normal, con una agradable brisa acariciándome mi calva, llena de cuero cabelludo imaginario sexy el cual resaltaba el azul celeste de mis cuarentones ojos. Un cochecito de los helados conducido por George «el dulce sabueso» estaba trayendo a aquel parquecillo donde estábamos disfrutando de aquella soleada tarde una amena y amenazante melodía que se convertiría, sin esperarlo nadie y sin quererlo yo, en una destructiva y ultraviolenta holeada de muerte e ira visceral. Sí, se avecinaba salvaje y enfermiza y, no os lo edulcoraré: fue una masacre de mil pares de coj…. Lo fue, ¡maldita sea su cucurucho de chocolate almendrado!

En cuanto esos infantes alocados y desbocados abordaron a aquel cochecito, haciendo sentir un pánico indescriptible a George, quien no dejó de gritar bien alto cuando los vio tan alborotadores y voraces, junto con mi hija, la que empezó a liarla, obtuvieron su helado. Nadie pudo vaticinar lo que, horas más tarde, el cuerpecito de Carola supuso para todos: «la masacre texana del helado de crema». Por dios bendito de mis lujuriosos amores; con acné, varices y otras tantas imperfecciones cutáneas. Fue un terrible acontecimiento que se saldó con más de un millón y medio de muertes, ¡un millón y medio, es decir, un uno seguido de un cinco y ‘trotantos’ ceros! Menuda catástrofe antinatural.

Aquella noche, Carola, con pesadez de estómago, avisándomelo desde que entramos por la puerta de casa, la consolé con abrazos, mimos y toda clase de muestras de afecto que se me ocurrieron, incluso pedorretas en el ombligo, podéis creerme. Nada de aquello evitó lo que cinco horas después ocurrió. Como cualquier noche, de madrugada, solía asomarme por la rabadilla de la puerta para ver qué tal estaba mi niña; dormida, destapada, lo habitual. Me limitaba a taparla de nuevo y a darle un sigiloso besito en la frente, dándole las buenas noches susurrando: «y que duermas con los angelitos», siempre. Como un buen padre. PERO ¡no es solo un pero! Es ¡el pero más ‘hijoputero’ jamás conocido! ¡Se puede saber qué fue eso!, ¡no entendí por qué pasó ni qué lo originó! ¿La leche?, ¿los huevos?, ¿la mantequilla?, ¡su put… madre! ¡Qué alguien me lo explique! Carola ya no estaba conmigo en ese humilde hogar, murió desangrada en el suelo y con un gran charco de vómito de distintos tonos de color entre los que estaban el amarillo verdoso, el blanco viscoso y el negro grumoso.

Su cara era una monstruosidad traída de las más horripilantes novelas de Lewis Carroll y su pobre Alicia. No podía creerme que la hubiera perdido para siempre. Sin embargo, mientras fui corriendo a auxiliar su cadáver, llorarla y gritar a pleno pulmón su partir, entendiendo que me había quedado solo, pese a que su corazón había dejado de latir, su cuerpo empezó a convulsionar.

Había que decir que, una hora antes, mientras me encontraba sentado tranquilamente viendo una película de dibujos animados para adultos. Hentai lo llaman (uno tiene necesidades), algo en el exterior explotó a miles de kilómetros de distancia; no se vio, obviamente, pero sí se sintió. Fue como una onda expansiva, frecuencias bajas según dijeron en el informativo que pasaron urgentemente cortando temporalmente la transmisión de la película en una escena que me estaba resultando excitante ¡rayos!
Es cierto, mi cuerpo se resintió, mi corazón frenó sus pulsaciones durante un leve medio minuto, quizás menos, pero sentí morir. Cuando todo pareció estabilizarse, sin darle la menor importancia, es cuando me levanté y vine hacia donde ahora estaba. Entré y la vi muerta. «¡Oh, Carola, cariño!», grité. Pero, como ya dije: con ella empezó todo.

Tras convulsionar violentamente, comenzó a gruñir, a mover su cabeza bruscamente. ¿WTF? Ese cuerpo estaba moviéndose, estaba reaccionando; tal como en Frankenstein: ¡estaba vivo!, ¡ese cuerpo daba señales de vida! No obstante, no era motivo para alegrarse, me engañaba. Sí, su celebro tenía actividad, empezó de menos a más, como si lograra pensar, pero no había emoción alguna, no en sus ojos. Por lo que vi, Carola me vio, pareció sonreírme. Se paró y me habló ¡me habló!
De sus palabras salió una frase que me atormentó para los restos: «hola padre ¿todavía sigues queriéndome mucho, mucho? Entonces ¡quiero otro cucurucho! ¡Dámelo o te devoro vivo! Tengo hambre, pá». Al no saber qué responderle, le devolví la sonrisa y me apresuré a cerrar la puerta veloz cual leopardo y con máxima violencia. Con el iluso pensamiento de que tal vez no supiera abrirla ¡qué estúpido! Lo supe en cuanto fui paso a paso caminando hacia atrás y tratando de avisar por WhatsApp a los demás padres en el grupo que teníamos y en el que hablábamos muchísimo. Como buenamente pude, avisé entre exclamaciones: «¡Corred por vuestra vida, ingratos!, ¡por lo que más queráis! ¡Esos ya no son vuestros hijos, sólo son sacos de huesos andantes e inteligentes!»
Pero fue demasiado tarde. Cada uno de los padres mandó audios en los que la muerte caníbal era el menú de ese día que acababa de comenzar. Madre mía la que nos cayó encima.
Los informativos, sin tardar un solo minuto, se hicieron eco de la masacre y lo anunciaron en todos los canales. Pero ojo, no sólo los críos habían sido transformados: toda mascota lo suficientemente inteligente también había caído en el influjo, o por lo menos, los gatos eran los más afectados; no eran zombies, pero sí mutantes que sólo deseaban nuestra destrucción. ¡Gatos, gatos everywhere!

Desde esa noche, trato de estar lo más oculto posible. No sólo los niños te detectan rápido, sino que, algunos de esos gatos te huelen y son minuciosos a la hora de encontrarte. Justo después de hacerlo, tu carne triturada les encanta.

¿Será el fin de la humanidad? ¿O solo soy un padre que está delirando? ¿Me habré quedado dormido mientras veía la película de «La Gatita con Botas»? ¡Menuda pesadilla entonces!, ¡que alguien me despierte!

NOTA: pronto se supo mundialmente. Al menos, a los ínfimos humanos supervivientes nos hicieron dar cuenta de ello. Aquellos gatos mutados no eran tal. La realidad se sabrá pronto.

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